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Prudencia. O cobardía.

Anoche fui al recuento. Casi seis horas de revisar, acompañar y contar papeletas.

La Mesa en la que yo estuve era peculiar. Estaba formada por un Presidente intrigante, agradable, pero de mirada perdida. Una de las vocales era brasileña; estaba cansada y tenía tanto acento que me costaba entenderla. Y el otro vocal era un hombre grande, con mala hostia aparente, desempeñando un perfecto rol de machitroll. Este señor soltó unas cuantas barbaridades a lo largo de toda la noche. Bromas de mal gusto sobre algunos partidos, sobre la democracia, sobre el proceso, sobre la gente.

 

 

Los minutos pasaban lentos. Hacía mucho calor.

Después de hacer el Acta del Congreso, nos pusimos con el recuento del Senado.

El Presidente de la Mesa y la vocal se desvincularon hábilmente de su tarea y de pronto se esfumaron. El machitroll estaba asumiendo todo el peso del recuento. Personas de otros partidos y dos de la Administración echamos una mano en sacar papeletas del sobre, contabilizar y revisar.

Y encontramos algunos fallos.

 

Un compañero del partido al que yo representaba dijo varias veces que aquello era un desastre, un berenjenal. Que estaba mal hecho. ‘Qué vergüenza’, insistía.

El vocal machitroll se levantó de forma brusca. Se movió con aspavientos por la sala, farfullando: «Como vuelva a decir algo le parto la cara».

De repente, se dirigió hacia mi compañero. Se le plantó delante, el torso erguido y amenazante, le miró con violencia y le gritó: «¡A ti qué te pasa! ¡¿Qué coño quieres?!». Dijo algo más pero ya no lo recuerdo.

 

Fue un momento muy duro.

La gente que allí estábamos intentamos calmarle un poco. Pero la reacción de todo el mundo fue como ligera, como tenue. Todo el mundo quería irse ya a casa; era tarde, llevaban todo el día ahí y estaban muy cansadxs.

Y nadie quería líos.

 

Este señor siguió lanzando improperios en alto. Cosas feas, agresivas, sucias. Hizo todo el espacio suyo. Tod@s le oíamos, le sentíamos, le temíamos.

Todo el mundo callaba.

Mi compañero se marchó.

Al cabo del rato, el machitroll se puso a hacer una broma con la vocal. Supongo que buscaba distender su propia tensión.

Pero a mí me pareció intolerable. Me levanté y le dije: «Oye, me parece muy mal lo que has hecho. Estoy horrorizada con tu comportamiento, ha sido una falta de respeto absoluto. Te has plantado delante de él como un gallo y le has acorralado. Él estaba cumpliendo su tarea aquí hoy. No hacía nada para joderte a ti y no te ha insultado en ningún momento. Me parece deleznable lo que has hecho…» Y más cosas le dije y me dijo él, pero ya no las recuerdo.

Y la gente calló.

Me llamaba la atención tanto silencio.

Solamente una de las representantes de la Administración, la que estaba ayudando a hacer el recuento, me dijo en un tono sosegado que ‘lo dejara estar’.

 

Que lo dejara estar.

Joder.

Aunque, ¿y si fuera un buen consejo?

¿Cómo saber cuándo hay que ‘dejarlo estar’?

¿Cómo distinguir la cobardía de la prudencia?

 

Y dije que ok. Realmente ya no tenía más que decir. Y salí afuera.

Llegó mi compañero. Yo le acaricié el hombro.

Y de pronto salió él, el machitroll.

Y me miró. Y se acercó a mi compañero y le tendió la mano, y le dijo «Lo siento. Perdona por lo de antes. Es muy tarde, estoy cansado y me he puesto nervioso».

Y después me miró, con otra mirada. Yo le sonreí y le di las gracias. Hay que ver lo blanda que soy.

……………….

De esta anécdota yo extraigo dos lecturas que recogen mucho de cómo soy yo, de mis conclusiones del 26J y de cómo entiendo la vida:

  • Una: Todas las personas merecemos más de una oportunidad. Incluso los machitrolls (queridas feministas, no me saquéis los ojos). Incluso las personas que callan. Creo que nuestro reto político y crítico es desnudar al interlocutor. La desnudez nos vuelve extremadamente vulnerables. Desnudarle para observar todas sus facetas, todas sus caras. Y tratar de recuperar la que puede facilitar una convivencia respetuosa. Si no existe esa cara, entonces… bueno, entonces ya sabéis.
  • Y dos: Somos un país de cobardes. Agachamos la cabeza creyendo que somos prudentes pero en realidad lo que no queremos es enfrentarnos al conflicto. Y, lejos de salvarnos, eso nos pierde. Es la vieja técnica de esconder la mierda bajo el felpudo. Nos da más miedo perder algo que mejorar, sencillamente. Y eso, a mí, me parece un fracaso.

 

Anoche, ante ese espectáculo tremendo, nadie quería líos. Todo el mundo callaba.

El acto de callar por cobardía (¿o era prudencia?) es independiente del partido al que votemos y corre al margen de nuestra condición social. Es un mal endémico en nuestro país.

 

Quien no calla, se expone. Y da.

Y por eso la generosidad, además de la amabilidad, es crucial en cualquier proceso de transformación política. Nos cuesta dar, dar de verdad.

Hablo de dar oportunidades, de dar confianza, cariño, ilusión, amabilidad, tiempo. Somos un puño cerrado, joder, un puño cerrado que no arriesga nada o que arriesga muy poco y cuya única preocupación es proteger lo que tiene.

Qué comodidad más absoluta, generalizada, pasmosamente global.

 

Mientras tengamos una ciudadanía callada o distante, roñosa o cobarde, no habrá mucho futuro para España. Seguiremos siendo pandereta y lástima.

El cambio lo llevamos encima. Y es de tod@s. Incluidos (o sobre todo) machitrolls.

feminismo

 

 

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