Hablar de prostitución lleva siempre aparejado un sentido de desposesión absoluta.
Las putas siguen siendo las otras de las ‘buenas mujeres’, así que son desposeídas de la ‘integridad’ femenina. Las putas son esclavas del sistema, así que nunca podrán ser parte de quien toma las decisiones. Las putas son maltratadas por los puteros y proxenetas, así que nunca serán más que víctimas. Las putas son putas, así que nunca podrán ser otra cosa: ni compañeras, ni profesionales, ni madres, ni artistas, ni intelectuales.
Es precisamente a razón de esta ‘desposesión’ desde donde nace mi postura en el debate de la prostitución.
Hace poco leí un artículo de Beatriz Ranea que abogaba por trasladar el centro del debate de la prostitución desde las prostitutas hacia la masculinidad, de tal modo que, quizá, pudiéramos superar este estado de conflicto teórico y político feminista. Me parece una propuesta interesante, como también me lo pareció el enfoque que planteaba Beatriz Jimeno al subrayar que la prostitución tiene que ver con la igualdad y no tanto con el sexo.
Pero yo, sin embargo, apunto hacia otro lado: es al cuerpo de las mujeres hacia donde debemos mirar. Cuerpos sexuados en femenino que pueden trascender las lecturas (no equivocadas) de explotación capitalista, desigualdad de género y pobreza extrema de recursos. Porque, parafraseando a Silvia Federici (2014), el cuerpo puede convertirse en un terreno de explotación pero es, al mismo tiempo, un terreno de resistencia.
Me interesa explorar el cuerpo de las mujeres como eje del debate de la prostitución porque creo que es aquí donde podemos encontrar, tal vez, formas comunes, y quizá transitorias, de abordar la problemática estructural de la explotación sexual femenina y del ejercicio de la prostitución.
En este acto exploratorio considero que es necesario hacer en primera instancia dos cosas paralelas: acotar y recolocar la prostitución en el debate y también resignificar a ‘la puta‘.
En mi opinión, debemos re-comenzar el debate separando nítidamente prostitución de explotación sexual (trata, forzamiento, vejación). Esta diferenciación creo que nos obliga a subrayar la idea de que la prostitución no es en sí misma una práctica de explotación sexual femenina, sino que son las condiciones que envuelven la prostitución las que la convierten (o no) en un instrumento de dominación.
Este es uno de los aspectos más polémicos del debate y donde se producen las primeras rupturas feministas.
Razón de más para seguir pensando.
Por otro lado, la explotación sexual femenina es una problemática incontestable y el feminismo, como ha hecho hasta hora, tiene que seguir peleando por denunciar y evitar cualquier situación de abuso, explotación, coacción o forzamiento sexual, y de cualquier tipo, que se cometa contra las mujeres.
En este razonamiento, no debe equipararse la explotación sexual de mujeres con la existencia del trabajo sexual.
Insisto en que sólo mediante este acotamiento será posible avanzar en la elaboración de políticas con un impacto positivo sobre las mujeres y sobre la igualdad.
Una vez realizada esta diferenciación es cuando, a mi modo de ver, llega el momento de plantearnos la sugerente la idea ya argumentada por otras feministas de que en la demanda masculina de prostitución se pone en práctica ese tipo de masculinidad ‘tradicional’ que tantas náuseas nos produce: el macho dominador compra prácticas sexuales realizadas por ‘los otros sujetos’ con el fin de poner en escena (a veces inconscientemente) su privilegio y su poder y satisfacer su irrefrenable necesidad de sexo.
Porque los hombres necesitan follar mucho y a veces no lo pueden controlar. Ja.
Pero, ¿no es acaso posible demandar prostitución desde otro lugar? No digo ya sólo desde otro sujeto masculino sino desde identidades subjetivas femeninas y otras, en general.
¿Acaso no puede ser la práctica sexual intercambiada por dinero sin que se tiña de asco y podredumbre? ¿Realmente el dinero lo envilece todo? ¿No era el dinero a veces pasaporte para la inclusión y la ‘identidad social’?
¿No puede ser la práctica sexual un lugar de intercambio de servicios limpio de toda culpa, abuso y dominación patriarcal? ¿No son las condiciones lo que definen las esencias? ¿Tiene acaso el sexo un halo inmaculado innato y puro?
¿Por qué no acompasamos nuestra lucha por la igualdad y la ignominia del mal-trato a las mujeres con un enfoque posibilista de «otra forma de hacer prostitución»? ¿Realmente no hay otra forma de hacer prostitución?
¿Por qué no hablamos las cosas por partes para que sea posible avanzar?
Yo creo que sería positivo.
Es más, creo que tiene un impacto más beneficioso para todas apostar por este horizonte que por el de la abolición de la prostitución, sin más. En cualquier caso, lo que más ansío es permanecer en el diálogo.
Por ello, el eje de mi postura no está tanto en abolir la prostitución por ser una expresión de la masculinidad dominante y una herramienta para la perpetuación de la desigualdad sino en seguir dinamitando esta sucia masculinidad desde la defensa de nuestros cuerpos, de nuestra sexualidad y de sus posibilidades, es decir, desde un lugar en el que seamos dignamente tratadas independientemente de nuestras prácticas y lograr, al tiempo, formas efectivas de protegernos mientras somos nosotras mismas y no ‘lo otro’ que es oprimido.
Así es como estoy de momento convencida de que defender una postura sobre prostitución no restringida al lenguaje de la explotación sexual de las mujeres asume una idea de feminidad radicalmente situada en los conceptos de empoderamiento subjetivo y político, pudiendo tener un efecto mayor sobre la igualdad que otras posturas más aireadas, con todos mis respetos a quienes las elaboran.
Creo que la única manera exitosa de romper con el dominio masculino hacia nuestros cuerpos femeninos es hacerlos puramente nuestros, lo que significa fortalecerlos social y discursivamente, resguardarlos jurídicamente y permitirles expresarse en libre movimiento. Porque la puta es -en nuestro imaginario- la mujer promiscua, la libre en su sexualidad, la que no esconde su deseo, la que de hecho busca el ejercicio del deseo sexual intencionadamente. La puta sigue siendo «la mala mujer» (Dolores Juliano) y la indignidad que se cierne sobre la puta nos hace daño a todas y sostiene, tanto como la masculinidad hegemónica, el sistema de dominación heteropatriarcal que nos oprime a las mujeres en nuestra subjetividad y en nuestras praxis cotidiana.
En este sentido, la necesidad de recolocar la prostitución en un debate centrado en el cuerpo de las mujeres como instrumento de autonomía nos obliga también a utilizar el lenguaje como herramienta para el empoderamiento a través de la resignificación de los conceptos. Así, habríamos de sumarnos todas a la reivindicación de llamarnos ‘putas’ como una forma de «hablar subversivamente» (Butler, 1997), de reapropiarnos del lenguaje y, por consiguiente, de nuestro espacio simbólico y material.
Hablar de prostitución no es fácil, pero no debemos dejar de hacerlo.
Gracias a todas las que contribuís a este debate sin asumir la posesión del feminismo más liberador.
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