Ya en otro momento nos hemos referido al género como categoría conceptual de la que se sirven los marcos teóricos feministas.
Lo que ahora nos interesa es reflexionar sobre el origen del género. Esta pregunta nos servirá de guía: ¿cómo nos hacemos sujetos mujeres u hombres? O, en otras palabras: ¿Cómo se constituyen la feminidad y la masculinidad?
La fundamentación analítica sobre el origen de las identidades ‘femenina’ y ‘masculina’ es uno de los puntos controvertidos de las teorías feministas. Esta controversia ha derivado a lo largo de la historia del feminismo en diferentes debates -casi todos ellos acalorados- que, actualmente, se han incluso exacerbado con la emergencia de nuevas y postmodernas perspectivas. La verdad es que las feministas nos lo pasamos muy bien y nos gusta mucho darle al tarro.
Sin ser este el momento para entrar en estos debates, sí es necesario que nos permitamos la posibilidad de afirmar que prácticamente todas las posturas feministas sostienen que (al menos) parte de la identidad de las mujeres y de los hombres es socialmente construida.
El proceso de construcción de dicha identidad se produce básicamente en torno a los cuatro siguientes acontecimientos que ocurren de forma más o menos paralela:
1. Catalogación dual de las características sexuales biológicas de las criaturas humanas
En nuestras sociedades se cataloga a las personas en dos grandes bloques en función de las características genitales que presentan (pene o vagina). Esta división es la primera gran ruptura que atraviesa la identidad de ‘ser persona’: están los cuerpos sexuados machos y los cuerpos sexuados hembras.
Es, por tanto, a partir de una mayoritaria dualidad genital (nótese ‘mayoritaria’, que no ‘única’) que acontece en el proceso social la primera gran clasificación de la identidad humana: personas que por sus características biológicas serán identificadas y definidas como una u otra cosa, sin que quepan matices intermedios.
Todas las personas que presentan unas características cromosómicas que no se ajustan a la dualidad (XX – XY) y que, por consiguiente, no encajan en el puzle social de la dualidad de sexo/género, tienden a ser ‘amoldadas’ bajo esas categorías -en los términos que sean necesarios.
2. Asignación de género a partir de dichas características
Justo en el momento en que se produce la clasificación de las personas en función de la diferencia sexual biológica, se establece la asignación de género de forma inmediata: la persona hembra adquiere la identidad de «mujer» y la persona macho adquiere la identidad de «hombre». Esta pareja de nociones tiende a significarse por oposición del contrario: un cuerpo sexuado hembra o macho imposibilita la existencia simultánea del otro, así que o se es mujer o se es hombre, con todas sus implicaciones sociales. No caben puntos intermedios.
Es fundamental notar que las nociones de «mujer» y de «hombre» no son categorías vacías sino repletas de contenido simbólico y significados sociales. Es decir, que existen en nuestra mentalidad e imaginarios ideas predefinidas de lo que significa ser una u otra cosa, ideas que proyectamos sobre las criaturas humanas incluso antes de que tengan oportunidad de presentar alguna característica propia de su personalidad.
La asignación del género nos marcará durante toda la vida, moldeando nuestra subjetividad y los procesos más íntimos y más sociales de construcción de nuestra identidad individual.
3. Asimilación de la identidad de género
A partir de lo anterior, la criatura humana ya leída socialmente como «mujer» o como «hombre» comienza a interiorizar que tiene una determinada identidad de género, y no otra. Es decir, va poco a poco relacionando sus características físicas más inmediatas y reconocibles con un género -y no con el otro- y, a partir de ello, va también investigando -con mayor o menor curiosidad y atrevimiento- qué es lo que corresponde a cada género y qué no.
De todas las formas posibles, el bebé humano va buscando la reafirmación de su identidad: se sentirá feliz y repetirá una práctica cuanto el entorno le refuerce, y dejará de hacer algo o huirá de aquellas prácticas o conductas que el entorno (cuidadoras principales, familia, iguales, otros agentes de socialización…) le sanciona. Podrán no no haber desarrollado todavía un pensamiento lógico y racional como el de la mayoría de las personas adultas, pero el bebé humano presenta -así lo creo- una inteligencia original y una enorme intuición ‘no contaminadas’ por el prejuicio adulto que le permite con gran facilidad identificar lo que el entorno considera que está bien y lo que no: su permeabilidad ante la sanción y el refuerzo de género es inmensa.
Entre los 4 y los 6 años, se produce definitivamente la asimilación: la persona ya sabe cuál es su identidad de género; tiene claro cuáles son los referentes ‘que le corresponden’ en su contexto inmediato y actuará a partir de ese momento de acuerdo con lo que se espera de ‘ella’ o de ‘él’.

4. El proceso de socialización de género
La socialización de género sucede a lo largo de todo el ciclo vital –comienza incluso antes de que los bebés lleguen a nuestras vidas, cuando comenzamos a volcar expectativas sobre la bebé o el bebé que está por venir. La socialización de género actúa sigilosamente y con perseverancia; para muchas personas parece invisible, a otras a veces se nos escapa. Sin embargo, puede ser más fácilmente identificable cuando una se coloca en el lugar crítico del feminismo:
“(…) a través de nuestra socialización tanto a hombres como a mujeres se nos inhibe y potencia características humanas, delimitándose lo apropiado y exclusivo para hombres y lo apropiado y exclusivo para mujeres” (Callirgos, en Lomas, ¿Todos los hombres son iguales?, 2003)
La construcción de identidad de género se produce durante el proceso socializador al estímulo de las expectativas sociales y de los mecanismos de aprendizaje que se ciernen sobre las personas a base dos instrumentos básicos: la sanción y el reconocimiento. Ambos instrumentos son empleados y expresados socialmente a lo largo de una amplia escala de intensidad.Todas las personas -todas- hemos sido socializadas en el sistema de sexo/género. Todas las personas -todas- controbuimos a reproducir, naturalizar o trasgredir ese proceso. Este proceso es una de las bases sobre las que se sostiene la desigualdad estructural de género.
Sin duda, volcar una mirada feminista a lo largo de todo el proceso de socialización de género ayudará a las personas no sólo a entender cómo se ha ido construyendo su identidad femenina o masculina, sino a encontrar maneras de ‘liberar’ las tensiones que de ese proceso se hayan podido derivar.
Así, no sólo conseguiremos personas más felices, más libres -acaso, sino que contribuiremos a dinamitar la estructura de desigualdad. Y entenderemos que lo social influye más de lo que imaginamos sobre quién somos y qué interpretación le damos al mundo.
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